sábado, julio 07, 2012

Pasajes

[Copio aquí pasajes de cosas que escribo cuando estoy o debería estar haciendo otras cosas, que por desgracia es cuando más me inspiro. Genelamente no son literales, son alegorías o metáforas de situaciones, sensaciones. Van en orden descendente, más nuevo a más antiguos.]

VELOCIDAD

Estás a gusto. Es bonito. Pero no es suficiente. Así que comienzas caminando. Vas avanzando poco a poco y te gusta el paisaje que ves; quieres ver más y más deprisa. Empiezas a correr; vas a un paso moderado, y todo es más vivo porque se mueve mucho más, te encanta. Y te impacientas, y aceleras el ritmo, corres, corres mucho, mucho más, ¡y ya vas volando! Vas tan deprisa que se difuminan los bordes de lo que miras, pero te da igual, porque el viento frío que te da la en la cara es muy placentero. Te cuesta más ver, pero todo es aún hermoso. Pero corres tanto, tanto que te empiezas a marear, no distingues nada de lo que tienes delante, ya no existen los bordes, no sabes dónde estás. Necesitas parar, pero no puedes, tienes miedo de parar, porque ¿qué pasará cuándo pares? ¿Dónde estarás? Te late tan deprisa el corazón que temes que cuando frenes se pare de golpe; respiras como si cada inspiración fuera la última, ¿y si al parar no hay más aire?....¿Qué haces? Estás tan nerviosa que frenas en seco, porque sabes que de otra forma no serás capaz. Pum, pum, pum, pum. Te palpita el corazón en los oídos. El aire arde en torno a ti, y boqueas como un pez fuera del agua. Te estás mareando. Y te sientas, porque tu alrededor no para de moverse y no ves nada. Respiras, respiras, respiras, y empiezan a volver los colores, poco a poco, pálidos primero, luego más brillantes, familiares, acojedores. Miras a un lado y a otro y vas reconociendo esquinas, sombras, contornos; no te has alejado tanto, aún conoces esto; bien, todo está bien, descansa. No ha pasado nada.
Qué fácil es acelerarse y perder de vista lo que realmente tenemos alrededor. Qué fácil, y qué peligroso.
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ROSAS

Una noche desértica en el centro de Valencia me senté abatida en el pie de una farola y cerré los ojos. Esperaba poder hundirme en la negrura unos minutos y dar un respiro a mis ojos a punto de desbordarse. Pero en ese silencio lánguido y pesado me sorprendió el aroma de cientos de rosas frescas de todos los colores, que descansaban a ras de suelo. Esa sola sensación evocaba tal belleza que mis ganas de llorar se intensificaron. Durante unos instantes, lo que dura una respiración, me sentí plena, como si cada recoveco de mi cuerpo estuviera habitado por ese perfume. Si no hubiera sido el Día de la Madre no habríamos parado en esa floristería, si no hubiera estado tan desanimada no me habría sentado alejada para esconder las lágrimas, si no...nunca habría olido esas rosas.
Todas las acciones están conectadas, todo lo que nos ocurre encierra un por qué, por lejano o absurdo que parezca. Ni todas las experiencias son agradables ni sus razones son siempre justas, pero en ocasiones ocurren acontecimientos inolvidables: ver el arcoiris en la fuente de camino a clase, sonreir por ver la cara familiar de un desconocido en un lugar nuevo, compartir en silencio tu canción favorita con alguien especial. ¿Está todo predestinado? No lo sé, y tal vez no debería saberlo; tal vez no deberíamos preguntar. Quizá necesitamos tener fe en lo desconocido, en lo maravilloso, en lo inesperado. Greene decía que la racionalidad humana es la única que puede acabar con el instinto de la esperanza, y es así, y por ello estamos condenados al desencanto.

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Porque el elitismo es una pantomima del glamour en gente sin clase.


Quizá deberíamos volver a creer en el aroma de cientos de rosas en una noche estrellada.




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