«¡Qué hermoso es el color rojo! Al menos, el auténtico
color rojo, y no ese que todos pensáis que es». Yo era como vos; también a
vuestra edad creía haberlo visto todo. ¡Cómo osaba venir un desconocido a
decirme que no sabía cómo era el auténtico color rojo! ¡Qué valor! Tomates,
pimientos, el lacre, la tinta...había múltiples ejemplos de objetos de color
rojo a mi alrededor, por no mencionar los tintes que se empleaban para dotar a
los tejidos de todos los colores del mundo. Me carcajeé del desconocido ante
todos los presentes, que no tardaron en unirse a mi burla. Sin embargo, el
desconocido apenas pareció verse afectado por nuestro escarnio; por el
contrario, se relajó en una cómoda postura y sonrió con cierta sorna. Seguía
manteniendo que ni yo ni ninguno de los presentes sabíamos cómo era el auténtico rojo. Entre la multitud
brotó un murmullo de indignación y todos comenzaron a agitarse. No podía seguir
tolerando aquello: era MI fiesta, en la que él se había colado sin ser
invitado, y no le iba a permitir que continuara insultando a mis invitados. Le
reté a demostrar su acusación...Maldigo el momento en que pronuncié esas
palabras. Sólo alcancé a ver una sonrisa triunfante y un brillo de locura en
sus ojos antes de que todo se volviera confusión, gritos y dolor; se movía a
tal velocidad que sólo era posible seguirle por el rastro de cuerpos que iba
dejando a su paso. Hombres, mujeres, todos caían entre alaridos agonizantes sin
apenas haber tenido tiempo de ver la muerte acercarse. Y, de pronto, todo se
quedó quieto y un silencio estertóreo descendió sobre la sala. Únicamente se
escuchaba un sonido de succión que provenía del desconocido, que en ese momento
soltaba a su última víctima: Sophie, mi hermosa y tierna prometida, que
seguramente había sido la última para que yo pudiera verla expirar. En ese
instante tuve que reconocer que al final el desconocido estaba en lo cierto,
nunca antes había visto de veras el color rojo: el rojo de la sangre aún viva y
palpitante que cubría el rostro y las manos del desconocido, el rojo de la
sangre que brillaba en su sonrisa, en sus ojos, por todo el salón. El rojo del
mar de cadáveres en que se había convertido mi fiesta de compromiso.
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